lunes, 19 de mayo de 2014

Yo ya lo dije...


No se sentía ni mucho menos orgulloso de ello, pero él, a sus entrenadores, nunca les hizo ni puñetero caso.

Durante muchos años quiso convencerse a sí mismo de que, para orientar su carrera, debía equivocarse cuanto fuese posible para, así, aprender de sus errores. Como teoría funcionó mal. Visto con la perspectiva de los años, la verdad es que hubiese preferido chupar mucho menos banquillo.

Aunque sus entrenadores siempre le hablaron de esfuerzo, sacrificio, entrega, constancia... nunca le dieron el consejo que, de verdad, él hubiese necesitado. En ese aspecto, no podía arrepentirse de no haberles hecho caso.

Ese consejo, el que él nunca supo que tanto necesitaba recibir, era jugar a algo que realmente le hiciese feliz. Nunca se lo dieron... Tampoco supo adivinarlo.

Futbolísticamente eligió un camino que, más que una vía, era un atajo, atajo que nunca le condujo a la felicidad, por lo que la pasión de su vida se convirtió en un pozo de frustración y desengaño. Nunca supo exactamente a que estaba jugando ni porqué estaba jugando exactamente a eso.

En diferentes equipos trató con todo tipo de jugadores y técnicos que, ante su incompetencia conceptual, no le dieron bola. Ni dentro, ni fuera del terreno de juego. No era feliz. Para nada.

Pero todo cambió el día en que descubrió Twitter.

Le costó entender el funcionamiento de aquello, pero pronto descubrió que, sin tener ni puta idea de fútbol, podía pontificar sobre lo que a él le diese la gana. Ya nadie le exigía cualificación técnica para intervenir. Era uno más en un mundo para el que nadie se había preparado.

Al principio no consiguió ubicarse. Decía muchas cosas y le hacían poco caso. Algunos le criticaban, si. Incluso le insultaban. Pero importaba poco. Otros le reían las gracias y le daban la razón. Su ego se ponía tontorrón.

Decidió centrarse en la búsqueda de su lugar en ese mundo, ese mundo donde por fin intervenía en la jugada. Buscó su sitio en el mundo futbolero de Twitter. 

Y el climax lo alcanzó cuando se dio cuenta que no tenía más que alinearse a muerte con un grupo de opinión. Eso le bastaba para formar parte de pleno derecho de una comunidad de expertos. Nadie le pedía conocimientos. Nadie le requería una contribución teórica. Únicamente le exigían fidelidad. 

Fidelidad. Esa era la palabra. Ni siquiera fidelidad a unos colores... fidelidad a una forma de entender unos colores.

Daba lo mismo si el guión exigía menospreciar conceptos que a él incluso pudiesen parecerle respetables. Daba lo mismo tener que insultar a gente a la que él no conocía. La única premisa era ceñirse al discurso lineal de su propia mayoría, aunque su propia mayoría no fuese la mayoría. Lo demás no importaba.

Y es que lo importante, lo verdaderamente importante, era que por fin el fútbol le hacía feliz.

Además, para que su felicidad fuese completa, hubo quien le dijo: "yo ya lo dije".

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