sábado, 9 de julio de 2011

Maldito Barça.


   Martín Mazur.
Hemos aprendido a admirarlo, a esperar sus partidos casi más que los de nuestros propios clubes. Vivimos elogiándolo, hablando de sus jugadores, de su escuela, de su fútbol, de su filosofía. El Barcelona nos invade en la cotidianeidad, se nos mete en nuestra vida diaria con la misma pasmosa parsimonia con la que demuele al Man Utd en la final de una Champions League o le mete cinco al Real Madrid de Mourinho en una visita guiada por el Camp Nou. Ni nos damos cuenta, pero de repente tenemos a Xavi en nuestro living y a Iniesta picando al vacío en nuestro patio. Ese equipo vive con nosotros. Se retroalimenta a partir de nuestro interés por él.

En facebook debemos elegir que el Barcelona “nos gusta” sólo porque no podemos elegir que nos encanta, que nos enamora, que nos hace suspirar de una manera estrepitosa. Es el amor por el fútbol, hoy simplificado en un amor por el Barça. Porque una cosa y la otra son lo mismo. 

En la edición de este mes de El Gráfico, reflejamos las virtudes de este Barça, su dominio aún inacabado de una liga y un continente, su legado para el fútbol mundial en todos los estratos posibles. Es uno de los mejores equipos de todos los tiempos, porque a veces es difícil ser terminante y afirmar lo que en realidad no admite discusión: que es el mejor de siempre.

Festejamos cuando nos enteramos que La Masía había abierto una sucursal en Argentina. Llévense a nuestros talentos, transfórmenlos en fotocopias de Messi, por favor. Nosotros ya no sabemos cómo hacerlo. Ni en Argentina, donde los juveniles dan pena, pero tampoco en México, Brasil o Venezuela. Jugamos a otra cosa. 
En México, la camiseta azulgrana se vende más que la del Atlante; quizás también en Argentina más que la de San Lorenzo o en Italia más que la del Genoa y el Bologna juntos. No nos hacen falta los números de ventas. Las vemos por la calle, con total naturalidad. Las vemos en las playas, donde ya les hacen frente a las del fútbol local, con un crecimiento sostenido que se repite en Mar del Plata, en Dakar o en Phuket. Y cuando no son las blaugranas, están las otras, esa paleta monocromática que incluye anaranjadas, amarillas flúo, gris o verde agua. Son todas del Barça. Un equipo al que lo único que le queda por conseguir es la independencia de Catalunya. El resto, lo ha hecho todo.

¿Pero saben qué? Quizás haya llegado seriamente la hora de empezar a odiar al Barcelona. Sí, acaso sea una propuesta demasiado arriesgada; si se quiere, incluso tirana, pero no se me ocurre nada mejor que hacer con este equipo que se transformó en un castigo para todos. Con la lógica excepción de sus propios hinchas, cabe preguntarnos: ¿No estábamos todos mejor hasta antes de sufrir el efecto Barcelona?

Porque también está el Lado B, lo que nos hace sufrir a nosotros, los consumidores de su fútbol, y a sus propios actores. Indirectamente, el Barcelona carga de forma negativa todo lo que toca. Messi no es en Argentina el extraterrestre de más de un gol por partido. Ni de enganche ni de wing, tampoco de centrodelantero. Le falta el resto de su equipo para serlo. Y entonces, se desespera. Y sus hinchas se desesperan con él, por él. No sé qué pensarán los aficionados del Barcelona. Quizás hasta sufran ellos también, a la distancia, por las incontigencias de su niño mimado. 
Pero el efecto Barça no termina con el mejor del mundo, al contrario, empieza con él. O acaso nos olvidamos de lo que han criticado a España en el Mundial, por no haber sido el Barcelona. La derrota contra Suiza en el primer partido, el posible desastre ante Paraguay, la sucesión de cerrados 1-0 y su falta de cambio de ritmo hicieron sufrir a Xavi, Iniesta y compañía. Ellos no tenían a Messi. Y España no podía ser como el Barcelona. Sólo el título mundial pudo cubrir los gastos ocasionados en el trayecto. Trayecto como el que cubre Dani Alves en todos los partidos del Barcelona: ¿es un wing? ¿es un lateral? ¿Es un avión? No, es un brasileño que cuando se pone la de verdeamarelha, también se desespera. La pelota no le llega igual. Las coberturas de sus compañeros no son las mismas. Tampoco el pressing alto o las devoluciones al vacío. Y entonces, lo vemos ante Venezuela y el twitter explota con mensajes tipo: ¿Pero es este el mismo Dani Alves que juega en el Barcelona? Y la respuesta, como de costumbre, es que no, que esa es una copia borroneada de Alves. 
El modelo del Barcelona admite la destrucción de sus piezas cuando no están sometidas a su escudo galáctico (¿se permite usar ese término en un texto que no sea sobre el Real Madrid?), pero también contempla la sanación automática al regresar a casa. O cuántas veces pensamos en que el Messi que les devolvíamos, devastado por las críticas y actuaciones indolentes de las Eliminatorias o el Mundial, sería como una especie de virus informático en el sistema operativo del mejor equipo del mundo. Lo hemos pensado nosotros, lo han pensado en la selección española, en la brasileña o en la camerunesa (Eto’o no pateando aquel penal con Camerún ante Egipto, por ejemplo). “Uy, ahora después de esto, el Barcelona no será igual”. Y sin embargo no, allí siguen, dando cátedra como si nada hubiera pasado, con la moral alta, la cabeza levantada y la pelota pegada al pie.

Guardiola aún no ha decidido irse porque sabe que si cruza esa puerta, comenzará su declive. Podrá ganar títulos en 7 ligas distintas, pero siempre, siempre, le endilgarán cuánto le falta para que su Milan, o su Bayern Munich, o su Manchester United o su Dynamo de Kiev jueguen como aquel Barcelona. Como este Barcelona, que ahora también exporta su know-how. Y ahí va la Roma, decidida entonces a que el técnico del Barcelona B, Luis Enrique, se transforme en el Guardiola de la Serie A. Fichemos a Luis Enrique, entonces. Traigamos, también, a Bojan Krkic. Repliquemos el modelo Barça. Fracasemos estrepitosamente. No lo lograrán. Nadie lo hará.

Y así podríamos seguir, con todos y cada uno de sus integrantes, por separado, convertidos en jugadores mortales, sin los superpoderes que confluyen sólo en un punto del universo, con una camiseta azulgrana y con Guardiola en el banco. Los planetas se alinean sólo en el Camp Nou. El resto es un gran agujero negro que se consume a sí mismo. El Barcelona es el Big Bang. Ni siquiera logramos entenderlo cuando ya cambió de forma y apunta a otra dirección. Estamos a años luz de él y sin embargo nos sentimos tan cerca. 
Ahora nos enteramos que mientras todo el mundo intenta imitarlo, sin el menor grado de éxito, Guardiola ya piensa en reformular su módulo y seguir innovando. Sueña con aplicar un 3-4-3 sin perder fidelidad ni resultados. Hoy Pep se sienta a la misma mesa que Steve Jobs. El decide y el mundo corre detrás, para tratar de copiarlo, sin poder hacerlo. Si todo sale bien, a la orquesta catalana se sumará Cesc, quien aprendió la partitura cuando aún no estaba escrita la ópera. Quizás en la próxima temporada, Mascherano nos sorprenda jugando de centrodelantero. O Messi se transforme en el líbero. Y entonces los haremos jugar de lo mismo de este lado del mundo. Y no será lo mismo. Y volveremos a hablar de lo que hacen allá y lo que no hacen acá.

Maldito Barcelona. Nos invade hasta dejarnos insatisfechos con todo lo que antes no habría requerido un juicio tan demoledor. Nos hace creer que el fútbol es simple, que los jugadores pueden ser etéreos, que las defensas más férreas son conos que se derriten durante los partidos.

Maldito Barcelona. Desearía no haberlo visto jugar. Pero después, pienso y digo, no, es imposible desear eso. Como un amor platónico adolescente, se disfruta en el dolor de no tenerlo. De no poder lograrlo. Nunca seremos el Barça.

Maldito Barcelona, cuánto te amo, cuánto te detesto por hacerme sufrir así.
 



Twitter: @martinmazur

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